10/11/2007

López Cantos, Juan Carlos, Los ingenios del tedio, Editorial Devenir, Madrid 2007. Prólogo de Bernardo Cuesta
Es un día de rayos y truenos y lluvia incesante, tan permanente como la propia poesía que me envuelve, y que entre mis manos reposa.
Se trata del último libro publicado de Juan Carlos López Cantos, Los ingenios del tedio. Muchos de los poemas del libro los reconozco, platónicamente, porque el propio Juan Carlos nos los mostró tertulianamente, en los entresijos de Telira. Otros, por el contrario, los he leído en su primera aproximación, como quien descubre la seda mientras la elabora el gusano. No utilizo esta metáfora en balde, que resulta evidente que los poemas de Juan Carlos, nacen de la querencia por encontrar la aproximación lingüística al nacimiento mismo de la observación de la naturaleza pero ya convertida en abstracción y lógica.
Convengo que Juan Carlos quiere descubrir lo natural del lenguaje, lo que resulta más cotidiano, lo que nos convoca a hablar y que inopinadamente se transforma en lo común abstracto. Me da la sensación de acompañar a JC. López por una senda en la que la contradicción acecha: nos acompasamos en lo más natural y, sin embargo, resulta lo profundamente artificial, en cuanto que, al compartirlo, se resuelve en la pura abstracción.
Un ejemplo claro es ya el primer poema de la primera parte, que recibe por título la i griega, curiosamente, pero que es excesivamente latina y a pesar de que surge en el propio título, no se encarna sino en el final del poema: “la i griega/ es mi equipaje, esa letra/ salvaje entorpeciendo/ el verso a cada paso,/ como si hubiera algo más/ por decir, algo/ que quedara siempre/ flotando/ Y, mira tú, va a ser cierto” ¿Qué es lo que va a ser cierto? Que la i griega es letra realmente existente, que salvaje entorpeciéndole verso a cada paso, si queda por decir algo, o…
Entiendo que bajamos a la misma pureza del lenguaje, a la poesía, por mor de encontrar si esta poseyese el nombre exacto de la contradicción. Incluso el propio título, aunque no lo hayamos prestado excesiva atención, nos predispone a conectar con la contradicción cotidiana de la vida: vamos a jugar poéticamente con el aburrimiento para sacar de él la inteligencia, como quien obtiene, evidentemente, el nombre exacto de las cosas.
A veces la vida nos hastía de la evidente y exclusivista exactitud matemática que nos corroe, porque al detenernos excesivamente en la misma, perdemos el demostrativo tragaluz de la piel transparentada, de la animalidad – no en balde, un apartado del poemario está dedicado a “la fauna del lugar”. Desde el inicio hasta el descubrimiento de la poesía que dimana de la divagación con el aburrimiento, todo el poemario se concreta en medir la hechura de la contradicción que supone el suplicio de que desde “bien temprano lluevan nauseas” y que desde aún más temprano el mismísimo pensamiento, queriendo desatar los rayos de la racionalidad no consiga sino permanecer en la “glorieta del despido”.
Perdonen, quizá divague en exceso por un valle de contradicciones vespertinas o matutinas, pero es que el epílogo, no nos resuelve nada, faltaría más: “Pero nadie ha echado un pie/ a tierra antes de tiempo/ Late la brisa en contra,/ o a favor, la niebla sube/ el sol por algún lado…/ hacia ninguna parte/ Todo navega y no va/ O, mejor dicho, sí”. Al final sólo se nos permite, de nuevo, la contradicción, como la única constante, que no es matemática sino poética. En el transcurso de libro, se nos abre la realidad a una poética tan clara: la palabra tan suave, tan clara, tan simple, debe construir desde la contradicción el mundo “ante los golpes de mar/ que aún no,/ ante la tempestad/ que está esperando,/ desconcho la cubierta/… y si es preciso/ escribo más”. Escribir más: porque el poeta se hace y el poema se nace…


10/04/2007

Maeso, María Ángeles, Vamos, vemos, Editorial CELYA, Salamanca, 2004, II Premio de Poesía León Felipe.
Estoy cansado. Ha sido un día atroz, como para marcharse de casa, no volver jamás. No por nada; sólo por una necesidad de modificar lo sedentario de la vida nada dadivosa. Que de pequeño, al ir con el abuelo, aprendí de sus amigos sindicalistas, que la acción era lo único que deberíamos cumplir para que, al juzgarnos Dios, no tengamos que arrepentirnos ante él de no haber puesto ni un gramo propio al progreso hacia el juicio final.
Vuelvo a la acción pero sin abandonar mi casa, la comodidad del hogar, acogiendo entre mis manos este libro de María Ángeles Maeso, ya leído, olvidado, desgraciadamente, entre tanto mal libro de poesía que puebla mi librería, titulado con dos verbos de mucha acción, Vamos, vemos, y que mereció, debidamente, el premio internacional de poesía León Felipe. Leo, mientras intento calmar los músculos tensos del cuello, mientras alejo mi mente fuera de la habitación sedentaria de mi casa.
Vamos…vemos.
Dos acciones continuas. Una indicando viaje, la otra nos lastra a mirar a nuestro alrededor, a todos los objetos. Un viaje de atención a la realidad que circula ante nosotros. María Ángeles Maeso, se muestra como una Beatriz de silencio pero atrayente (quizá porque las Sirenas atraen más por lo que callan que por lo que cantan…) Un silencio compuesto por esa manera de “utilizar la negación para construir esa afirmación sabia e irreal”, que nos comunica el prólogo de Francisco Viñuela. Oíd: “nadie habla, pero el silencio es una mentira” o “nunca fuimos expulsado de un jardín que no pisamos”. Beatriz de los Ángeles Maeso, guía, conductora, supervisora y preceptora, de quien hasta su libro se acerca. Que si alguien dice Vamos, hay la necesidad de que otro vea. Si ella es Vamos, yo soy Vea.
¿Por dónde nos guía? Su vamos y nuestro vea, es una senda y su vamos y nuestro vea, llega hasta un lugar infantil, paraje para todas las niñeces. Un pueblo de interior, pleno de sol y tragaluces, de semillas y pobreza, camisas de fuerza y toda una fauna única, que giran en el cielo de estrellas, en manantiales ricos de sed.
De toda esa fauna que presente y que gira por los cielos de nuestra/su memoria, destaca esa rata auténtica, que propiciará que el mismísimo guía y su acompañante, el vamos con el vemos, asciendan cien metros hacia el interior de los propios cuerpos.
Es rotunda, desde luego, la sensación que nos provoca este ir, ver, y no sentir bajo los pies ni cielo ni tierra. Aunque, dios mediante, todo acaba donde debe, en la esperanza primaveral. Muy terrestre, nuestro vamos y su vemos, que finaliza o se reinicia en un tallo que es “denunciante y provocativo” a un tiempo.
Muy matriarcal, sólo la madre tierra nos reconoce, frente a la ciudad imperial, tan legal. “Vamos, vemos, que sucede a cada hora”.
Descanso.